Hoy no me molesta escuchar a Montaner en el supermercado. Por
lo menos acá, por un rato, nadie me pide nada. Y aunque haya comprado todo lo
que necesitaba, me doy una vuelta más por las góndolas para hacer tiempo. Tiempo
de libertad. Pero la sensación de calma es algo tan efímero…Embolso los ciento
treinta y dos productos que, por supuesto, no entran en mi humilde changuito. Mi
solución —precaria, pero funcional—es atar bolsas y más bolsas por donde puedo,
y colgarme otras tantas hasta parecer un changarín. Y en eso estoy cuando pispeo
lo que compró el tipo que sigue en la cola: dos jugos en tetra brick y tres
chocolates de los grandes. Nada más. Siento envidia. Envidia de esa liviandad,
esa despreocupación que se desprende de naranjas artificiales con azúcares
agregados y papeles dorados, lustrosos, que anticipan el placer de lo que hay
adentro. Seguro que a él nadie le exigirá nada al volver a su hogar. No tiene que
ocuparse de la alimentación de toda una familia. Ya sé lo que voy a cocinar cuando
llegue a casa con mi chango libre de grasas trans y colesterol: envidia magra
con guarnición de finas conjeturas.
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