—¿Cuándo se
terminan los días? —me preguntó Noa.
Y yo entendí bien
lo que me estaba preguntando. No era cuándo se termina el jardín, cuándo vienen
las vacaciones. No. Cuándo se terminan los días. Lo primero que me vino a la
boca fue un mentiroso “nunca”.
—Cuando se termina
una semana, vuelve a empezar otra y así, todo el tiempo, nunca se termina —le
expliqué. Pero para mis adentros, me pregunté: ¿¿¿Qué le estoy diciendo???
Y me vuelvo a
preguntar: ¿Cuándo se terminan los días? Los míos, no lo sé, pero un día se van
a terminar y, aunque no puedo ni pensar en pensarlo, los de mi hija también.
Todo eso me abre más preguntas:
¿Cómo sería el
tiempo separado de los hombres, sin nadie que lo fraccionara, sin nadie que lo
midiera? ¿Será un continuo vivo, un río perenne? ¿Existiría la eternidad si no hubiera
nadie para inventarla, nadie para creer en ella?
A veces, reflexiono
sobre la frase “tiempos muertos”, y por un lado, tengo la sensación de que sólo
alguien tan presuntuoso como el hombre puede decir semejante barbaridad, no
creo que el tiempo pueda estar muerto, jamás. Pero por otro lado…¿yo que sé?
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