jueves, 29 de noviembre de 2012

La estación de siempre


Otra vez la primavera y las charlas de siempre: que no sabés cómo vestirte, eso que vuela de los árboles y bla, bla, bla. En verano, porque es verano, qué calor, bla, bla, bla. En otoño, vestirse con capas, no querés cargar el abrigo, bla, bla, bla. En invierno, ay, qué frío (¿acaso nunca fue invierno?), bla, bla, bla. Y en la estación de la melancolía, ¿otra vez lo mismo? Uaaa, uaaa, uaaa.

viernes, 16 de noviembre de 2012

La ley


El 85% de los usuarios del transporte público acata, a rajatabla, una ley tácita:

Todos los pasajeros que viajan sentados deben: dormir, distraerse, meditar, reflexionar, mirar por la ventanilla, mirar al suelo, mirar al techo. Suba quien suba.

El 15% restante vive fuera de la ley. Como diría el comisario de Súper Hijitus, son desacatados.

Una tarde, al 181, sube una chica portando una panza incipiente. Todos los pasajeros de ese colectivo pertenecen al 85% de los “acatantes”, los cumplidores. Por lo tanto, TODOS aprovechan la ocasión para meditar con los ojos cerrados, repetir mantras de la boca para adentro o echarse una siesta.

Pero de pie en ese mismo colectivo, viaja el oficial Sánchez. A él no se le escapa una.  Cuando ve a la chica, hace algo así como un rastrillaje ocular: primero, delantera y trasero; después, piernas, ojos, labios. Panza.
Entonces, con voz grave, quiebra la ley:

—Un asiento para la chica.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Azul


Es de noche. La avenida Directorio está cortada. Policías, gentío, autos que improvisan un camino distinto. No hay fuego ni humo. No hay sirenas. No todos son cataclismos en esta ciudad. El lugar de los hechos está envuelto en una nube de luz azul, y el azul jamás podría ser el color de una tragedia. El azul es un oasis en el asfalto. Entonces miro y veo: estacionados en diagonal, uno al lado de otro, irradiando un sueño de neón, hay colectivos antiguos, simpáticos, de trompa redondeada y amigable.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Agua


Cuando vacié la pelopincho, no tenía idea de lo estúpida que me iba a sentir unos minutos después. Nos habíamos quedado sin agua. En la pileta del lavadero, hay un balde rojo lleno de medias sucias, en remojo. Hacen treinta y cinco grados. Estoy transpirada, fastidiosa. De pronto, siento ganas de ducharme, lavar los platos y hasta regar las plantas (cosa que no hago nunca, lo de regar las plantas, el resto sí). Desde la calle, llegan ruidos de sirenas, bocinas, quilombo. Subo a la terraza y me trepo al techito donde tenemos el tanque de agua. No veo nada. Escaneo los techos de las casas vecinas y ahora sólo me concentro en los tanques de agua. Nunca había visto el barrio desde esta perspectiva. Bajo al patio. Mis hijas están sentadas en la pelopincho, con apenas medio centímetro de agua. Imagen triste. Por un momento me imagino que las redes colapsan y toda la ciudad se queda sin agua, indefinidamente. Me veo dejando la ciudad junto a mi familia. Nos instalaríamos a orillas de algún río. Conoceríamos gente y formaríamos una comunidad. Cantaríamos, escribiríamos, leeríamos para entretenernos. Sin facebook ni blackberry. Hasta acá llega mi imaginación. Me voy a hacer las compras. Pero antes, me tomo el último vaso de agua.