sábado, 2 de marzo de 2013

Supermercado II


Hoy no me molesta escuchar a Montaner en el supermercado. Por lo menos acá, por un rato, nadie me pide nada. Y aunque haya comprado todo lo que necesitaba, me doy una vuelta más por las góndolas para hacer tiempo. Tiempo de libertad. Pero la sensación de calma es algo tan efímero…Embolso los ciento treinta y dos productos que, por supuesto, no entran en mi humilde changuito. Mi solución —precaria, pero funcional—es atar bolsas y más bolsas por donde puedo, y colgarme otras tantas hasta parecer un changarín. Y en eso estoy cuando pispeo lo que compró el tipo que sigue en la cola: dos jugos en tetra brick y tres chocolates de los grandes. Nada más. Siento envidia. Envidia de esa liviandad, esa despreocupación que se desprende de naranjas artificiales con azúcares agregados y papeles dorados, lustrosos, que anticipan el placer de lo que hay adentro. Seguro que a él nadie le exigirá nada al volver a su hogar. No tiene que ocuparse de la alimentación de toda una familia. Ya sé lo que voy a cocinar cuando llegue a casa con mi chango libre de grasas trans y colesterol: envidia magra con guarnición de finas conjeturas. 

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